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El Buscón

Se utilizan algunos términos relacionados con brujería y hechicería.

Hechizar, hechicera, bruja, untarse

[Cap. primero]

Mi madre, ¿pues no tuvo calamidades? Un día, alabándomela una vieja que me crió, decía que era tal su agrado, que hechizaba a cuantos la trataban. Y decía, no sin sentimiento: —«En su tiempo, hijo, eran los virgos como soles: unos amanecidos y otros puestos, y los más en un día mismo amanecidos y puestos». Hubo fama que reedificaba doncellas, resuscitaba cabellos encubriendo canas, empreñaba piernas con pantorrillas postizas. Y con no tratarla nadie que se le cubriese pelo, solas las calvas se la cubría, porque hacía cabelleras; poblaba quijadas con dientes; al fin, vivía de adornar hombres y era remendona de cuerpos. Unos la llamaban zurcidora de gustos; otros, algebrista de voluntades desconcertadas; otros, juntona; cuál la llamaba enflautadora de miembros y cuál tejedora de carnes, y, por mal nombre, alcagüeta. Para unos era tercera, primera para otros y flux para los dineros de todos. Ver, pues, con la cara de risa que ella oía esto de todos era para dar mil gracias a Dios.

[Cap. segundo]

Unos me llamaban don Navaja, otros don Ventosa; cuál decía, por disculpar la invidia, que me quería mal porque mi madre le había chupado dos hermanitas pequeñas de noche;otro decía que a mi padre le habían llevado a su casa para que la limpiase de ratones (por llamarle gato); unos me decían «zape» cuando pasaba, y otros «miz». Cuál decía: —«Yo la tiré dos berenjenas a su madre cuando fue obispa».

Al fin, con todo cuanto andaban royéndome los zancajos, nunca me faltaron, gloria a Dios. Y aunque yo me corría, disimulaba. Todo lo sufría, hasta que un día un muchacho se atrevió a decirme a voces hijo de una puta y hechicera; lo cual, como me lo dijo tan claro (que aun, si lo dijera turbio, no me diera por entendido), agarré una piedra y descalabréle. Fuime a mi madre corriendo que me escondiese; contéla el caso; díjome:

—Muy bien hiciste, bien muestras quién eres; sólo anduviste errado en no preguntarle quién se lo dijo.

Cuando yo oí esto, como siempre tuve altos pensamientos, volvíme a ella y roguéla me declarase si le podía desmentir con verdad: u que me dijese si me había concebido a escote entre muchos, u si era hijo de mi padre. Rióse y dijo:

—¡Ah, noramaza!, ¿eso sabes decir? No serás bobo: gracia tienes. Muy bien hiciste en quebrarle la cabeza, que esas cosas, aunque sean verdad, no se han de decir.

Yo, con esto, quedé como muerto, y dime por novillo de legítimo matrimonio, determinado de coger lo que pudiese en breves días y salirme de en casa de mi padre: tanto pudo conmigo la vergüenza.

[Cap. sétimo]

Preguntóles, según se echó de ver después, mi nombre, y ellos dijeron: —«Don Filipe Tristán, un caballero muy honrado y rico». Veíale yo santiguarse. Al fin, delante dellas y de todos, se llegó a mí y dijo:

—V. Md. me perdone, que por Dios que le tenía, hasta que supe su nombre, por bien diferente de lo que es; que no he visto cosa tan parecida a un criado, que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar.

Riéronse todos mucho, y yo me esforcé para que no me desmintiese la color y díjele que tenía deseo de ver aquel hombre, porque me habían dicho infinitos que le era parecidísimo.

—¡Jesús! —decía el don Diego—, ¿cómo parecido? El talle, la habla, los meneos, hasta en esa señal de la frente, que en V. Md. debe de ser herida y en él fue un palo que le dieron entrando a hurtar unas gallinas. ¡No he visto tal cosa! Digo, señor, que es admiración grande y que no hay cosa tan parecida.

—Dolo al diablo —dije yo—; ¿y no ahorcaron ese ganapán?

Entonces las viejas, tía y madre, dijeron que cómo era posible que a un caballero tan principal se pareciese un pícaro tan bajo como aquél. Y, porque no sospechase nada dellas, dijo la una:

—Yo le conozco muy bien al señor don Filipe, que es el que nos hospedó por orden de mi marido, que fue gran amigo suyo, en Ocaña.

Yo entendí la letra, y dije que mi voluntad era y sería de servirlas con mi poco posible en todas partes. El don Diego se me ofreció y me pidió perdón del agravio que me había hecho en tenerme por el hijo del barbero. Y añadía:

—No creerá V. Md.: su madre era hechicera y un poco puta; y su padre, ladrón; y su tío, verdugo; y él, el más ruin hombre y más mal inclinado tacaño del mundo.

Yo decía con unos empujoncillos de risa: —«¡Gentil bergantón!, ¡Hideputa pícaro!». Y, por de dentro, considere el pío letor lo que sentiría mi gallofería. Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas.

[Cap. otavo]

He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la güéspeda de casa, vieja de bien, arrugada y llena de afeite, que parecía higo enharinado, niña si se lo preguntaban, con su cara de muesca entre chufa y castaña apilada, tartamuda, barbada y bizca y roma; no le faltaba una gota para bruja. Tenía buena fama en el lugar, y echábase a dormir con ella y con cuantos querían; templaba gustos y careaba placeres. Llamábase la Paloma; alquilaba su casa y era corredora para alquilar otras. En todo el año no se vaciaba la posada de gente.

(...)

Esto he dicho para que se me tenga lástima de ver a las manos que vine y se ponderen mejor las razones que me dijo. Y empezó por estas palabras, que siempre hablaba por refranes:

—De donde sacan y no pon, hijo don Filipe, presto llegan al hondón; de tales polvos, tales lodos; de tales bodas, tales tortas. Yo no te entiendo, ni sé tu manera de vivir; mozo eres, no me espanto que hagas algunas travesuras sin mirar que, durmiendo, caminamos a la güesa: yo, como montón de tierra, te lo puedo decir. ¡Qué cosa es que me digan a mí que has desperdiciado mucha hacienda sin saber cómo y que te han visto aquí ya estudiante, ya pícaro y ya caballero, y todo por las compañías! Dime con quién andas, hijo, y diréte quién eres; cada oveja con su pareja. Sábete, hijo, que de la mano a la boca se pierde la sopa. Anda, bobillo, que si te inquietaban mujeres, bien sabes tú que soy yo fiel perpetuo, en esta tierra, de esa mercaduría y que me sustento de las posturas, así que enseño como que pongo, y que nos damos con ellas en casa; y no andarte con un pícaro y otro pícaro, tras una alcorzada y otra redomadona,  que gasta las faldas con quien hace sus mangas.  Yo te juro que hubieras ahorrado muchos ducados si te hubieras encomendado a mí, porque no soy nada amiga de dineros. Y por mis entenados y difuntos,  y así yo haya buen acabamiento, que aun lo que me debes de la posada no te lo pidiera agora, a no haberlo menester para unas candelicas y hierbas ] —que trataba en botes,  sin ser boticaria, y, si la untaban las manos,  se untaba y salía de noche por la puerta del humo.

Yo, que vi que había acabado la plática y sermón en pedirme, que, con ser su tema, acabó en él, y no comenzó, como todos hacen,[37] no me espanté de la visita, que no me la había hecho otra vez mientras había sido su güésped, si no fue un día que me vino a dar satisfaciones de que había oído que me habían dicho no sé qué de hechizos y que la quisieron prender y escondió la calle; vínome a desengañar y a decir que era otra de su nombre.

(...)

Yo la conté su dinero y, estándosele dando, la desventura, que nunca me olvida, y el diablo, que se acuerda de mí, trazó que la venían a prender por amancebada y sabían que estaba el amigo en casa. Entraron en mi aposento; como me vieron en la cama, y a ella conmigo, cerraron con ella y conmigo y diéronme cuatro o seis empellones muy grandes y arrastráronme fuera de la cama. A ella la tenían asida otros dos, tratándola de alcagüeta y bruja. ¡Quién tal pensara de una mujer que hacía la vida referida!

Encantamentos, nigromante

[Cap. quinto]

A mí no me pareció mal la moza para el deleite, y lo otro la comodidad de hallármela en casa: di en poner en ella los ojos. Contábales cuentos que yo tenía estudiados para entretener; traíalas nuevas, aunque nunca las hubiese; servíalas en todo lo que era de balde. Díjelas que sabía encantamentos y que era nigromante, que haría que pareciese que se hundía la casa y que se abrasaba, y otras cosas que ellas, como buenas creedoras, tragaron.

(...)

El diablo, que es agudo en todo, ordenó que, venida la noche, yo, deseoso de gozar la ocasión, me subí al corredor y, por pasar desde él al tejado que había de ser, vánseme los pies y doy en el de un vecino escribano tan desatinado golpe, que quebré todas las tejas y quedaron estampadas en las costillas. Al ruido, despertó la media casa y, pensando que eran ladrones —que son antojadizos dellos los deste oficio—, subieron al tejado. Yo, que vi esto, quíseme esconder detrás de una chimenea, y fue aumentar la sospecha, porque el escribano y dos criados y un hermano me molieron a palos y me ataron a vista de mi dama, sin bastarme ninguna diligencia. Mas ella se reía mucho, porque, como yo la había dicho que sabía hacer burlas y encantamentos, pensó que había caído por gracia y nigromancia y no hacía sino decirme que subiese, que bastaba ya. Con esto, y con los palos y puñadas que me dieron, daba aullidos; y era lo bueno que ella pensaba que todo era artificio y no acababa de reír.

Fuente: Quevedo, Francisco de (1626). Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos, y espejo de tacaños. Edición de Fernando Cabo Aseguinolaza. Masrid, 2003.